Un ramo de acianos para la mujer de ocho pies de altura (de Un día común y corriente)


         Aciano se torna la bóveda celeste al anochecer y azabache como la longitud de su sombra expuesta a las irradiaciones solares del medio día se vuelve el aire de la dama nocturna que retoma su búsqueda donde la dejó por vez última y allí, sobre el pueblo, comienza a formarse la tormenta.

         Fue allí también cuando las aves mensajeras me alcanzaron tu recado e hice con el un cuenco para guardar cartas y lágrimas vueltas pequeñas joyas de opar las cuales, como el resto del jardín, brillan por las tardes de verano y palpitan, a su vez, con un ritmo ajeno a los fenómenos cotidianos, expandiéndose por entre la casa como fragmentos de un anuncio futuro.

         Dudé al pensarlo, pero sí, finalmente cederé y acudiré a tus manos en tan exorbitante compromiso. Jamás supe de otra persona que haya soñado con lo mismo pero dentro de las próximas semanas seremos noticia y los demás atestiguarán mi cuerpo, elevándose por el aire con cierto ímpetu siniestro mientras me aproximo al macabro rostro con el que muchos te han descrito, aunque sean pocos quienes en verdad te hayan visto por entre las fincas rurales que sueles frecuentar con la esperanza de llevarte contigo algún que otro espíritu débil ante el convencimiento por la atracción u el miedo que genera la incertidumbre de tu figura u esto, al menos, resulta de algún muy mal sueño inducido por el mormazo veraniego a la hora de la siesta.

         A todos ellos les diré, una vez allí, que ya no es necesario temerle a invenciones ficticias con respecto a tu persona. Es más, las garzas ya me lo han confesado todo. Éstas me hablaban en código, sí, pero extrañamente aquel «po-popo-po» resonó conmigo y es por ello que no siento ni temo tu convicción de ser mi esposa y yo, en consecuencia, tu devota víctima.

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