El manto (de Un día común y corriente)
Sea acá, sea allá, no hay con qué darle, ¡está por todos lados! No hay forma de ocultarse cuando todos estamos debajo de su manto, invisible al camuflarse sobre nuestros cuerpos sudoríficos, a excepción de aquellos capaces de burlar su guardia en horarios de verano. Por las noches, cada que ésta logra dormirse, dándonos un respiro, pareciera que por fin podemos vivir en condiciones u, al menos, hasta que vuelva a retomar su vuelo por sobre nuestras cabezas: algunas hirviendo y otras resquebrajándose por entre trapos húmedos y shots de agua fría, condensados al instante. El aire no hace sino empeorar aun más las cosas y las ventanas, en contacto con la exposición lumínica, han incendiado ya más de veinte hogares distintos, todos reducidos a cenizas. Los pulmones verdes agonizan a la par; todo, absolutamente todo está debajo su manto y, de las cuatro, es de nosotros la menos estimada.
Hay quienes, durante el día, llevan a sus ídolos al río y les ofrecen, a los manotazos, sorbos de agua. Otros, a pesar de no haberlo hecho nunca, rezan al cielo u a la madre naturaleza toda, ofreciéndoles las últimas de sus fuerzas a modo de estimulo, pero aun así nada pareciera tener resultado. Todo es transformado por el fuego que su manto provoca y que tanto nos ha perjudicado. No sé hasta dónde podremos soportar ésta situación; el aire es cada vez más denso e insoportable e incluso respirar se ha vuelto una cuestión de vida o muerte. La falta de recursos ha traído consigo al crepitar incluso de los poros, resecándolos hasta volverlos nada y poco a poco todos pareciéramos aproximarnos a la misma parada, tapizada por montañas de cuerpos que aún arden en putrefacción.
¿Qué será de nosotros si, en un par de días, las precipitaciones no ayudan a calmar su temperamento?