Pasadas las siete...

 

         Pasadas las siete, el cielo pareciera comenzar a moverse pero no como sucede con las manos o los pies o cualquier otra articulación humana sino como la de los peces o la de las anguilas o la de las serpientes de agua / pues pareciera que consigo podría llover o caer sobre nuestras cabañas la furia iracunda de la bóveda celeste o una posible llovizna que recuerde a besos de primavera u abrazos a modo de reconocimiento / por interpretar  a la perfección nuestros roles, asignados, según dicen, a través de nuestra propia naturaleza: podríamos llamarla «humana», y con ello complejizar el comportamiento de las cosas: dígase de los impulsos más descabellados o incluso de la desidia más aguda.

         He ahí donde el movimiento natural (u «orgánico») se presenta ante las complicaciones humanas como enemigo u amenaza / pero ésta observación no cae tan lejos del árbol primigenio: aquel que vio nacer al órgano y al deseo de conocimiento y conquista / puesto que también carece de articulaciones fluidas, como las del viento, u extremidades que le permitan «ser» sin necesidad de tener que sí o sí germinar en nuestras conciencias como una cuestión de posibilidad u imposibilidad.

         He ahí cuando el movimiento del cielo se nos vuelve ajeno y consigo el de los árboles y el de los pájaros y el de los perros, corriendo de aquí para allá con parches de hojas secas y melenas de pasto y colas de zorro / pero, así como ajeno, éste no deja de ser un espectáculo catastróficamente-fantástico, ahora vuelto diminutas bolitas de agua con dirección a la tierra y sus cinco reinos.

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