Hoja #2

¿Estaré siendo honesto conmigo cada que deseo, por ejemplo, ocupar el lugar del otro? Hablo de su cuerpo, de su rostro,

su figura toda.

 

         Y pienso en lo absurdo que sería, por un día, ser siquiera otra persona. De recibir también sus problemas, sus tareas —cumplidas o sin cumplir, eso no importa— y sus promesas, todas ajenas a la mía.

 

No soy él.

No soy ella.

 

         Y eso está bien. Todo es raro cuando la percepción, en lugar de soplar a favor, se esparce por el aire y se aleja, cada vez más, hasta alcanzar el vertiginoso desconocimiento de uno mismo: nombre, edad, sexo, altura, peso, afiliaciones político-filosóficas y estéticas y aspiraciones y un sinfín de cualidades que, en mí, son irremplazables por las de alguien más. Eso me gustaría creer en días como éstos —de desazón o desconvencimiento— pero forzar la soga no haría más que tensar los nudos que ya están, hace tiempo ya, en medio de todo ésto.

 

Me encantaría ser él.

Me encantaría ser ella.

 

         Salir y verme del otro lado; enamorarme de mi otrx yo, cruzar miradas y festejar con un «sí, me vio como a mí me gustaría» y seguir de largo; besar mis labios y atravesar otros corazones o tantear las zonas más oscuras y salir a flote con los dedos limpios — todo para confirmar, al final del día, que la limitación física por algo está. Que éste es mi cuerpo y el de nadie más. Que tu rostro se vería bien junto al mío y no al revés; que tus manos y las mías serían de pintura; que mi torso y el tuyo, conociéndose, podrían duplicar la fuerza de cualquier otra pieza de cerámica y no más. Nada de desdoblarse o quebrarse un tobillo para impresionar a quién, a qué.

 

No lo sé.

De otro modo no tendría sentido.

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