Seré Sombra
Todo de negro para sorprender o infartar, que es lo mismo;
si no está agonizando no lo quiero.
Si no está de rodillas,
suplicando piedad de manera cándida, tontamente atractiva,
no lo quiero.
Me desprendo un botón de la camisa — dos.
Me exhibo. No demuestro pavor.
Yo soy el Miedo.
Un auto negro vendrá a buscarme.
En medio de la noche, sin luces, no se ve.
No se distingue bien.
Polarizado, sin chapa; su conductor incógnito, ajeno — creo que no es de este mundo.
No toca bocina, no quiere levantar sospechas y lo entiendo. Este barrio es muy chusma. El conductor incógnito se detiene a unas cuadras de casa, como quedamos por carta, y camino al auto veo humo — fuma adentro con las ventanas cerradas y su rostro es imperceptible pero no me asusta. No le temo.
Salgo sin despedirme. A esta hora todos duermen. No hay ni un alma afuera excepto la mía — ya vendida.
El conductor incógnito viene a buscarme.
Llego al carro fúnebre como un féretro con patas y él enciende los focos rojos–sangre, rojos–vela–fundida. Me siento detrás sin omitir palabra alguna y por el retrovisor logro observar sus facciones de murciélago por entre el humo.
«Ya firmé» pienso. «Ni modo».
El conductor–murciélago dirige sus dos ojitos negros hacia mí; su sonrisa provocadora, sus colmillos listos para morder, atacar — drenarme entero y tirarme por ahí, lejos,
lejos,
lejos.
Cuando desperté no sabía dónde estaba, a dónde había ido mi iniciador, qué había hecho con mi vida — cuál sería mi nuevo nombre.
Solo sé que el sol arde, arde, arde como cien infiernos juntos.
«Nada nuevo» pensé. «Nada nuevo».
«Ahora seré Sombra» pensé.
«Ya no necesito huesos».
