Álamo plateado
Una vez te
conté el secreto del brillo de los árboles
y lo hice porque sabía que no te costaría entenderlo
y para mi sorpresa no fue sino tú reacción a la mía lo que me motivó y volví a
escribir
o no a escribir sino, en cierto sentido, a confesarme
y dirás, «¿de qué?»
y te diré «de lo que he vivido éstos últimos días»
aún así, éste secreto ya no es solo nuestro
y no hay nada que yo pueda hacer para contenerlo
u apagarlo
o callarlo
pues de viento hemos estado hambrientos y ahora, que lo tenemos, no seré yo
cuchillo u hacha u huevo sino un péndulo más de su movimiento
y dirás «¿de qué estás hablando?»
y te diré «de mis sueños
y de los remotos paisajes que allí he visitado
y de los amores que he tenido
y de las adversidades por las que he pasado antes de despertar»;
te lo digo porque me pareció ver a Tomás correr hacia mí,
lo reconocí
primero no por su estatura o su torpeza al caminar sino por su pelaje dorado,
debajo el sol de invierno,
moviéndose por entre la planicie grisácea del cielo vespertino allí, en tu pueblo;
lo identifiqué al levantar la mirada con dirección al techo de las casas
próximas a la costa,
todas ellas con cierto fulgor amarillo — quizás por las chimeneas o por su poco, aunque cansino brillo, allí, al este
y entre suspiros platinados tintinean aún los álamos,
por montones con dirección al centro,
y al pisar no noté sino madera
y acto seguido me encontré escribiendo, con sus hojas, cartas de disculpas que
dejaría, una vez allí, por debajo de todas las puertas por las que alguna vez
crucé
y por las cuales no dejé sino desastres sin resolver
y de los cuales, hoy por hoy, no son sino el rastro de un sabor amargo,
como el de los primeros mates,
o como el de los gusanos que han nutrido nuestros estómagos de pájaro — aunque todo esto sea ya parte del pasado pues, cuando despierte, allí lo dejaré.
aún así, el paisaje hoy me resulta algo extraño;
no hay nadie por entre la plaza y tampoco parecieran estarlo por entre el silencio de sus casas (todas con las luces encendidas) y me siento en la estación en esperas de una señal y, sin pena ni gloria, vuelvo a [Pio] Baroja y me es inevitable no identificarme con la naturaleza insatisfecha de Hurtado con respecto al ser de las cosas
y conjunto a la
caída del sol parecieran desaparecer también la cima de las montañas
y al adentrarme ante mundos invisibles escucho la voz de [Adrian] Borland contar
el paso de los días y, como ceniza
debajo el agua,
me desintegro por entre la arboleda mientras ésta se oscurece detrás de mi huida.